Por Ivan Jorge Bartolucci
HISTORIA DE INDEPENDENTISTAS Y FEUDALIZANTES
(Paris, martes 4 de septiembre de 2012)
Mi relación con Iván comenzó revolviendo la historia del arte en nuestro país,
en búsqueda de un tal Augusto Bartolucci. Colaborador (?) del malogrado arquitecto piemontes,
Vittorio Meano.
La investigación y publicación de artículos sobre la influencia insoslayable
-en la arquitectura nacional de fines del siglo XIX y principios del XX- de los arquitectos italianos, me llevo hasta
el proyectista del Congreso Nacional.
Por su parte, María Luisa Contenta, amiga argentina que vive en Roma y se
desempeña en la Real Academia
Española en la capital italiana, me propuso colaborar -con parientes directos
de Bartolucci- en la búsqueda de algunas piezas perdidas del rompecabezas incompleto
del pintor-arquitecto italiano y de su participación en ese periodo fastuoso de
la Republica Argentina.
Durante esa pesquisa, apareció Iván Jorge Bartolucci -escritor y bisnieto del
misterioso y controvertido artista- emigrado y radicado en Europa desde los tiempos
duros de la Argentina.
Esta maravilla que es Internet, nos permitió o, mejor dicho, me regaló el
placer de poder “dialogar” con el sobre temas que marcaron a fuego la historia
nacional y, en particular modo, a nuestra generación. Muy especialmente sobre un
trabajo suyo intitulado: “Historia de
Independentistas y feudalizantes”.
HISTORIA DE INDEPENDENTISTAS Y FEUDALIZANTES
Una nota del periodista y escritor Rolando Hanglin publicada hoy -04/IX/2012- en el diario porteño La Nación , titulada Una
bofetada a San Martín, es lo suficientemente provocadora y seria para estimular
numerosas reacciones. He aquí la mía, que es opinable y no tiene otro propósito
que el de compartir una nueva lectura de nuestra historia, una cierta manera de
abordar la sempiterna cuestión irresoluta y planteada crípticamente en la nota
de Hanglin, la de la identidad nacional actual, la del modelo de sociedad
republicana que sería deseable para nuestro país, la de centrar nuestra cultura
en una modernidad republicana, democrática, solidaria, integradora, evolutiva,
que supere el lastre feudal de los conquistadores castellanos, todavía vigente.
Como toda historia regional, la del Río de la Plata puede ser dividida en
periodos con el fin de simplificar la comprensión del hilo que nos lleva desde
los orígenes hasta el presente. En nuestra opinión, si queremos entender lúcida
y correctamente la sociedad argentina actual, debemos colocarla dentro de su
contexto americano y enfocarla de alguna manera que permita explicar los
malentendidos y tensiones que se producen de modo recurrente entre lo que el
periodismo suele llamar “el campo” y “la ciudad”. Por ello conviene distinguir
los períodos siguientes:
1) Período pre-americano (hasta 1516, viaje de Juan de Solís
al Río de la Plata );
los
subsiguientes son períodos americanos.
2) Período de
la Conquista colonial hispánica (de 1516 a 1810)
3) Período de los independentistas (1810-1852)
4) Período
de la Confederación argentina
(1852/1859)
5) Período
de los feudalizantes oligárquicos (1859/1943)
6) Período
de los feudalizantes populares (1944/2012 ...)
(1) Período
pre-americano (previo a 1516)
El período pre-americano produjo poblaciones que se inscriben en
culturas cuyo estadio de evolución las equiparaba a las sociedades neolíticas o
paleolíticas de otras latitudes, ya con una integración incipiente de la
metalurgia. En la línea de la evolución general que se ha constatado hasta hoy
en las culturas humanas, este estadio corresponde a una estructura tribal de la
sociedad y, por lo tanto, a una sociedad colectivista. Los datos del terreno lo
confirman también en las sociedades pre-americanas. Aún los grandes imperios
pre-americanos se fundaban en este tipo de estructura colectivista y tribal. En
este tipo de sociedades, la persona por antonomasia es el ente colectivo; no,
el individuo, quien solo es un elemento del colectivo. No existe en ellas ni
ciudadanos libres, ni solidaridad individual facultativa y voluntaria, sino un
altruismo regido por las costumbres, destinadas a mantener en vida el ente
colectivo; no, a emancipar los individuos. En consecuencia, son sociedades
ante-republicanas.
En efecto, la república es una construcción social, cultural, fabricada
por ciudadanos que deciden o aceptan crear un bien común, una res publica; pero
para que emerja el ciudadano, el individuo debe poder ser una persona libre, lo
cual requiere una autonomía individual a nivel psicológico e identitario,
suficiente como para superar sus lazos y condicionamientos colectivos. La
identidad y la ética cívica del ciudadano son individuales, al igual que sus
derechos inalienables. Sobre la base de una asociación de ciudadanos para
fundar un bien común, una ética republicana y un altruismo colectivo emergen (o
debiera hacerlo). La identidad cívica del ciudadano es (o debiera ser) fruto de
la elaboración del individuo que actúa y que se piensa como persona autónoma,
aunque esté fuertemente condicionado y que ésta, su elaboración, sea
necesariamente interactiva y circunstanciada.
Es sobre estas bases que puede emerger y desarrollarse el pensamiento
crítico y, por ende, el pensamiento científico y la tecnología científica, en
constante evolución. No es la democracia –que existe ya en las sociedades
colectivistas-, sino el ejercicio constante del pensamiento crítico libre lo
que permite la emergencia concomitante del ciudadano autónomo y de la
república; y es el ejercicio del pensamiento abstracto y crítico lo que abre
las puertas mentales hacia la ciencia y la tecnología modernas, cuando este
tipo de pensamiento prima en una sociedad o un grupo. De allí, la modernidad.
Nada de esto existía en las sociedades pre-americanas, pues sus culturas
se hallaban en un estadio aún colectivista –no confundir este colectivismo
cultural, con las formas colectivistas creadas por vía de una solidaridad
voluntaria individual-. Por esta razón, las sociedades pre-americanas son
sociedades pre-modernas, pre-científicas, pre-industriales. Debido a la escasa
capacidad que este tipo de sociedad posee para integrar al Otro diferente
–individuos, grupos o naciones-, son sociedades etno-céntricas que producen
comunitarismos. En el mejor de los casos, sociedades de tolerancia o de
sumisión; no, de integración.
(2) Período de
la Conquista colonial hispánica (de 1516 a 1810)
América es un invento europeo. La Conquista hispánica fue la última gran hazaña del
feudalismo europeo, ya agónico fuera de España, mientras que la colonización de
poblamiento en América es un fenómeno moderno, que España evitó meticulosamente
-salvo en Chile-. En el Río de la
Plata , el período de la Conquista estableció, desde sus puestos de
comando hasta su soldadesca y peones, una población de origen europeo
predominantemente masculina, de cultura feudal, pre-moderna, ante-republicana.
El colectivismo y el etnocentrismo de las culturas neolíticas originarias
fueron absorbidos en las zonas enteramente dominadas por el español, donde un
mestizaje intenso de los conquistadores con mujeres pre-americanas dio
nacimiento a la cultura criolla, de la que el gaucho es un emblema por
antonomasia en la región del Plata.
En el período que caracterizamos como de la Conquista , podría
correctamente distinguirse un subperíodo de Conquista propiamente dicha y otro,
de régimen colonial. Sería correcto; pero no, procedente. Porque correríamos el
riesgo de hacer creer que hubo una colonización de la América hispánica, siendo
que no la hubo y ésta es precisamente la causa de las derivas feudalizantes
–los caudillismos- y del relativo atraso de esta parte del mundo. A la
excepción parcial de Chile, la
España que conquistó América no la pobló con familias de
trabajadores y labradores; no trajo a esta parte del mundo sus mujeres,
transmisoras de una cultura del trabajo, de la modernidad, del capitalismo primigenio, manufacturero y
agrícola. Sin embargo, ellas existían y eran numerosas en la Península en la época de
la Conquista. Por
lo contrario, el conquistador estableció un régimen colonial de férrea y nítida
racionalidad feudal; las pocas españolas que vinieron a establecerse en América
fueron transmisoras de cultura y valores feudales, no de modernidad ni de
trabajo productivo, al contrario de las colonizaciones portuguesa, inglesa y
francesa. Los resultados de este sesgo feudal hispánico y de aquellas opciones
de poblamiento productivo moderno tomadas por los países mencionados, son
evidentes en el continente americano. Esto se explica, no por cierto por un
supuesto atraso cultural de los españoles, sino por la relación de fuerzas que
prevalía entonces en los reinos de Castilla y Aragón, ampliamente favorables a
las clases feudales y a una Iglesia pergeñada por el poder feudal y a su servicio.
La expulsión de los jesuítas aporta una prueba trágica de este predominio
feudal.
Sin embargo, los conquistadores y sus sucesores utilizaron herramientas
típicamente modernas, renacentistas, para asentar rápidamente el poder
hispánico sobre las poblaciones autóctonas de
América: redes de ciudades –pero los feudales son rurales-, dameros de
tipo romano en el trazado urbano –pero las ciudades de los feudales, en España
y en el resto de la Europa
feudal, tienen trazados aleatorios-, puertos y sendas que comunican las
ciudades entre sí –pero los feudales no montaron redes urbanas en Europa, sino
que lo hicieron sus enemigos jurados, la burguesía-, monetización vil del
trabajo (el régimen de la mita) –pero el feudalismo no se basaba en el
desarrollo de las manufacturas y el comercio, como sí en cambio ocurriera con
los burgueses; el comercio capitalista necesita que todo sea monetizado,
incluso el trabajo-. También han desarrollado algunas plantaciones esclavistas
(es decir, de agricultura industrial proto-capitalista) e instauraron colegios
y universidades en América. Este conjunto de elementos podrían hacer creer que
hubo una colonización moderna, es decir, que ocurrió una efectiva y
generalizada implantación de colonias españolas de producción capitalista para
desarrollar un mercado abierto en América. En realidad, todos estos elementos
de organización espacial, económica e institucional, que hubieran podido ser
ocasión de una verdadera colonización productiva con familias europeas –como
fue el caso en las colonias portuguesas, francesas, holandesas (N.Y.C.) e
inglesas en América-, fueron desviados de su vocación moderna y renacentista
original, pervirtiéndolos al ponerlos al servicio de la instauración de un
régimen de racionalidad feudal arcaizante, esto es, de pillaje minero, de
latifundios y de monopolio a escala continental, creando así una sociedad a
estamentos cuasi estancos, estructuralmente injusta. Este régimen feudal, al
tiempo que se implantaba en tierras americanas, reprimía sangrientamente las
sublevaciones modernistas y democráticas de los comuneros de Castilla y Aragón
y de las germanías de Valencia (1519/1522). Las regiones del Sur de la
Península, que habían apoyado la reacción de la aristocracia feudal contra la
emergencia de la modernidad en España –o bien, que se abstuvieron de intervenir
en el conflicto-, proveyeron luego la mayoría de la gente que llevó a cabo la
Conquista de América. Esto explica el hecho que, en la América hispánica, no
haya habido colonización de poblamiento productivo moderno, con madres de
familia trabajadora, sino una extensión del dominio feudal peninsular,
Inquisición incluída. Sin embargo, existían en aquella España abundantes
fuerzas productivas modernas, que hubieran hecho de la Conquista una verdadera
colonización; pero fueron vencidas y en gran parte destruídas por los feudales,
quienes desde entonces tuvieron las manos libres para organizar y explotar
América según patrones de racionalidad feudal; y no, moderna. A defecto de un
poblamiento colonizador productivo, una clase dirigente criolla de raigambre
cultural feudal nació como descendencia de los españoles y se desarrolló desde
entonces en América hispánica, con veleidades de “burguesía compradora”. Así
llegamos a las asonadas criollas de 1810.
(3) Período
de los independentistas (1810-1852)
Cuando las circunstancias externas e internas les fueron propicias, los
criollos se rebelaron contra el poder centralizador peninsular, proclamando la
independencia política de las colonias. Muchos de ellos se conocían como “los
patricios”, porque se sentían padres de la patria naciente desde 1806/1807. La
“revolución de las trenzas”, que el Presidente Rivadavia reprimió con
fusilamientos de patricios, es un episodio que merece análisis y reflexión.
Finalmente, a guisa de Patria nueva, en gran medida el movimiento
independentista no produjo sino una forma de continuidad de las estructuras
feudalizantes españolas, bajo oropeles republicanos. Existían, sin embargo,
republicanos auténticos, tal un Mariano Moreno, un Juan José Paso, French,
Beruti y otros. La generación llamada de 1838 se inscribe en este línea
republicana. Pero lo que predomina en el periodo de los independentistas es la
continuidad de la cultura feudal de los conquistadores hispánicos, bajo la
modalidad de una preferencia por la monarquía (José de San Martin, Manuel
Belgrano, Bernardino Rivadavia y numerosos otros), por los caudillismos
(Facundo Quiroga, Juan Manuel Ortiz de Rosas y muchos otros). Predominó el rechazo
del poblamiento productivo con inmigrantes europeos, negándoles el acceso a la
propiedad de la tierra si por acaso llegaban; o bien, haciéndoles la vida
difícil. Las tentativas de las pocas familias de colonos británicos e
irlandeses que llegaron para establecerse productivamente en el campo argentino
en la década de 1820 (Monte Grande), fracasaron en gran parte; y su fracaso
obturó la continuidad de este flujo.
La mayoría de los independentistas se caracterizó por el predominio, en
ellos, de una racionalidad rentista o de caza y rapiña, militarista,
autoritaria, verticalista, pre-industrial y pre-republicana, propia de la
cultura feudal heredada. Su Ilustración a la europea, su adhesión a la
franc-masonería y su general sumisión a una potencia colonial en expansión, de
ideología liberal, no modifican el perfil de base de esta nueva clase
emergente, la de los independentistas criollos. No eran revolucionarios a la
francesa, sino tan solo independentistas de cultura feudalizante en busca de un
recambio de Metrópolis que les fuera favorable. Sus feudos criollos tomaron el
nombre de república; en rigor, frecuentemente no fueron sino asociaciones
precarias de feudos caudillistas. No es por acaso que Simón Bolívar se apoyara
en las Legiones Británicas (5700 militares, en mayoría veteranos de las guerras
napoleónicas), cuya intervención fue decisiva para imponer la causa criolla a
los realistas. Tampoco sorprende el que fuera más tarde dejado de lado por otros
feudalizantes colombianos, como solía ocurrir antaño entre Señores feudales
ambiciosos y recelosos; cada uno, de su feudo. No es tampoco incongruente el
que el General San Martín se preparara para establecer su último retiro en Inglaterra,
metrópolis colonialista, para escapar a la ola republicana que agitaba Francia
(1848); la muerte lo sorprendió en el puerto de Boulogne sur Mer, sin alcanzar
a realizar este deseado proyecto. El caudillo latifundista Juan Manuel de Rosas
tuvo más éxito: tratando de huir del país, fue prestamente acogido por los
representantes de la fuerza británica en Buenos Aires y logró refugiarse en
Inglaterra, potencia colonial. En el combate de Obligado, más que expulsar a
las potencias coloniales, este caudillo bonaerense buscaba obligar a Inglaterra
a negociar solo en Buenos Aires, con el Señor de este feudo; no fue un combate
por la soberanía de la nación argentina, sino por la preeminencia absoluta del
caudillo de Buenos Aires por sobre el
resto de los feudos caudillistas provinciales. Los ingleses continuaron estando
bien implantados en el puerto de Buenos Aires, después de aquel combate, donde
fundaron una proto-Bolsa de Comercio. Por su lado, la oligarquía bonaerense no
sometida a este Caudillo, que ocupó el poder bonaerense luego de la batalla de
Caseros, se revistió de Ilustración, sin desviarse sin embargo de su objetivo
principal: el mantenimiento del poder en sus manos feudalizantes. Estos Señores
eran serios: ¡no se juega ni al republicanismo ni a la democracia con sus
feudos! Todas estas actitudes no son anecdóticas, sino características de una
cultura arcaizante, de élites feudalizantes. Es lamentable comprobar que estas
historias y actitudes se repitieron frecuentemente a lo largo de las antiguas
colonias españolas de América. Más que a la retórica de los discursos y los
escritos que dejo esta gente, son sus hechos los que nos hablan con elocuencia.
(4) Período
de la Confederación argentina (1852/1859)
El nombre de Confederación existía previamente a su instauración real.
El caudillo de Buenos Aires, J.M. de Rosas, nunca permitió su constitución
efectiva, ni su funcionamiento, a fin de imponer la preeminencia y supremacía
de su feudo bonaerense por sobre el resto de los feudos caudillistas del
interior del país del Plata. De manera semejante nacieron los reinos feudales
de la Europa bárbara, a partir de la expansión de un feudo a expensas de sus
vecinos o, como fue el caso del caudillo de Buenos Aires, por sumisión
progresiva al Regidor, o sea, el Señor feudal que eligieran para
representarlos. Es bajo el imperio de este Gran Señor Feudal que se confirma y
consolida el modelo asimétrico de país que subsiste hasta hoy, donde un centro
urbano portuario domina, somete y explota las periferias productivas del
sistema, situadas en el interior del país. Los caudillos del interior
terminaron coaligándose para terminar con este dominio porteño abusivo,
injustificado y perjudicial para el interior. La alianza de esta coalición con
el Brasil y el Uruguay prefiguraba el proyecto de unión económica y aduanera
con nuestros vecinos; cosa que el Mercosur concretizó más de un siglo después.
Los tiempos de la formación de nuestro país son lentos, interrumpidos por
episodios paroxísticos breves.
La corriente modernizante y republicana que promovió eficazmente la
constitución real de la Confederación (1852/1859) representaba una ínfima
minoría en la sociedad argentina de la época. Esta minoría constituyente fue
rápidamente sofocada por la marea de los feudalizantes, compuesta tanto por los
más retrógrados caudillos provinciales, como por los más cultivados
feudalizantes ilustrados, tal el grupo porteño liderado por Bartolomé Mitre.
Esto explica la brevedad del único período constituyente sinceramente federal y
verdaderamente republicano que haya tenido la Argentina (1852/1859).
La batalla de Pavón (1861) pone un punto final a la malograda tentativa
del grupúsculo de dirigentes modernizantes Urquiza-Alberdi-Cullen, que
aspiraban hacer del Río de la Plata una nación pionera, poblándola con nuevos
contingentes de familias europeas modernas a las que se les daría acceso a la
propiedad de la tierra. Según lo sucedido en otros países cuya formación y
desarrollo fueran impulsados por una inmigración masiva de familias pioneras
europeas, el desarrollo agrícola y artesanal que los colonos produjeron
promovió el crecimiento de un lozano y expansivo mercado interno y, gracias al
ahorro agrario, autofinanciaron el comienzo de la industrialización en esos
países. Las inversiones extranjeras llegaron después que los capitalistas
hubieran cobrado confianza en la solidez y estabilidad de este sistema. Este
modelo de desarrollo social y económico, basado en la agro-exportación
auto-industrializadora, cuya dependencia exterior es progresivamente remplazada
por el desarrollo de un fuerte mercado de consumo interno, tuvo lugar en los
Estados Unidos, en el Canadá angloparlante, en el Quebec, en Australia y Nueva
Zelanda, así como en el Brasil del Centro Sud (centrado en São Paulo). En estos
países, la colonización masiva con madres de familia europeas modernas –es
decir, portadoras de la cultura modernizadora del Renacimiento- fue la base
humana que permitió su emergencia, como países fuertes y ricos.
Era también el modelo al que aspiraba la terna mencionada,
Urquiza-Alberdi-Cullen; pero en las tierras del Plata el lastre feudal
hispánico heredado fue más fuerte e impuso el modelo feudalizante, dando
término a este brevísimo periodo de la Confederación Argentina. A partir de
1859 y más netamente después de la batalla de Pavón (1861) se inicia un período
dominado por mentalidades feudalizantes rioplatenses.
El largo período de los feudalizantes no ha sido superado aún, a nuestro
juicio. Para su análisis desde el punto de vista de los pioneros agrícolas,
puede ser dividido en dos épocas distintas, marcadas por líneas de fuerza
comunes que permiten reunir ambas bajo el mismo calificativo de feudalizantes.
Explicaremos estas características en los parágrafos siguientes.
(5) Período
feudalizante oligárquico (1859 / 1943)
Desde su secesión en septiembre de 1852 el Estado de Buenos Aires,
dominado por una élite oligárquica ilustrada, buscó imponer al país el dominio
porteño, dando así continuidad al rosismo centralizador; con la enorme
diferencia respecto al Señor Feudal, que el país se abrió al exterior,
irreversiblemente. Han logrado su propósito dominador y este predominio
centralizador porteño continúa vigente hasta hoy día. Veamos cómo y por qué
esta apertura al exterior y esta centralización jacobina no cambió la
naturaleza feudalizante de la racionalidad ni de la cultura de las élites
oligárquicas.
La política de poblamiento con familias de colonos europeos había sido
inaugurada por los pro-hombres de la Confederación -Alberdi, el ideólogo;
Urquiza, el ejecutor-. La idea era de ceder, vender u otorgar, en propiedad,
tierras agrícolas a dichas familias. El vasto país permanecía despoblado e
inculto, y la mitad del territorio estaba bajo el dominio de las poblaciones
pre-americanas. La política de poblamiento con familias europeas recelaba un
propósito de extensión de la soberanía efectiva de la Argentina a la totalidad
del territorio, gracias a la acción expansiva de los pioneros agrícolas. Es lo
que sucedió en América del Norte y que sigue ocurriendo en el Brasil.
Los dirigentes feudalizantes ilustrados que desalojaron del Poder al
grupo de Urquiza y Alberdi, mantuvo abiertas las puertas del país a la
inmigración europea, aunque con una diferencia fundamental. Cerraron u
obstaculizaron la adquisición de la propiedad de la tierra a los inmigrantes
europeos. En cambio, canalizaron los contingentes que iban llegando hacia las
estancias de la oligarquía, para que allí labraran la tierra en calidad de
arrendatarios o medieros, con la obligación de dejar la chacra al cabo de tres
a cinco años, dejando las parcelas sembradas con alfalfa. Los europeos venían en
orden disperso y expulsados por la pobreza, si no por la miseria en Europa; de
modo que debían aceptar esas condiciones draconianas o retornar a sus países de
origen. Sobre una población criolla de un millón seiscientos cincuenta mil
personas en 1869, arribaron a los puertos argentinos casi diez millones de
inmigrantes gringos, es decir, europeos. La mitad de ese contingente de
millones de inmigrantes dejó el país por el Brasil o los Estados Unidos, o
bien, regresó a su país de origen debido a las dificultades montadas por la
oligarquía dominante, destinadas a evitar que tuvieran acceso a la propiedad de
la tierra, debido asimismo a la prohibición de que se armasen contra los indios
–la inversa de lo que hicieran los otros países nuevos con sus inmigrantes-.
Estas políticas agresivas hicieron que una gran parte de los inmigrantes no
pudiera establecerse firme y ventajosamente en ninguna parte, en nuestro país.
De los casi cinco millones que se establecieron, una mayoría lo hizo en los
puertos, aumentando así la población urbana de esas ciudades portuarias. Otra
parte, minoritaria, se conchabó como arrendatarios, medieros o braceros en el
campo. Sólo algunas iniciativas aisladas de colonización planificada dieron
acceso a la propiedad de la tierra. Es de destacar la treintena de colonias
agrícolas judías establecidas por un magnate de los ferrocarriles, el Barón
Hirsch. También se destacan la colonización galesa del Chubut y la de los oasis
irrigados. Así como las colonias piamontesas, friulanas, vascas, auvernias y de
otros orígenes establecidas en región pampeana, en el Chaco y en el Litoral.
Sin embargo, una gran parte de los gringos del campo no tuvo acceso a la
propiedad de las tierras que laboraban o cosechaban. A pesar de esto, esta masa
de inmigrantes europeos malquerida y maltratada, ignorada en la gran ciudad,
que vivía generalmente en la precariedad, realizó la revolución agrícola
argentina.
Este punto no es de detalle, sino central para la historia actual y
futura de nuestro país, porque trasunta una larga historia de poder abusivo por
parte de los feudalizantes. Aquellos pioneros de la revolución agrícola dejaron
una descendencia igualmente motivada por el espíritu pionero, imprescindible
para producir los fenómenos de frentes de expansión agrícola de exportación
capaces de sostener, a la vez, la expansión del mercado de consumo interno y
una industrialización que responda a dicha demanda interna. Es el modelo, ya
mencionado, que hizo ricos y dinámicos a los Estados Unidos, el Canadá,
Australia, el Centro-Sud de Brasil[1].
Impidiendo el acceso a la tierra y a las armas, la oligarquía argentina logró
malograr la pujanza gringa, que en cambio encontró terrenos propicios en
América del Norte, en el Brasil, en Australia, Nueva Zelanda. La Campaña del
Desierto fue hecha por un ejército criollo al servicio de la oligarquía
criolla. Las tierras conquistadas a los indígenas fueron distribuidas entre los
militares, carentes en su mayor parte de condiciones de pionerismo agrícola;
también fueron otorgadas a comerciantes y capitalistas allegados al poder.
Sin embargo, la pujanza creadora y productiva de los gringos del campo
era evidente e insoslayable, ya a principios del siglo pasado, dado el peso
demográfico de la inmigración sobre la población total del país. Se llegó a un
tal desequilibrio entre las dos poblaciones, la criolla y la gringa recién
llegada, que la cuestión de la identidad hubiera podido ser replanteada. En un
país nuevo, moderno e integrador como los antes mencionados, esta cuestión
sería ociosa: nacional es todo aquel que desee serlo, si vino para labrar y
paga con su trabajo la tierra, que la posea por compra o por conquista. Pero en
el Plata, esta cuestión tomaba un cariz problemático, porque coexisten dos
culturas que, en Europa, fueron enemigas y una de ellas venció a la otra, salvo
en España. Son respectivamente las culturas moderna y feudal. En los Estados
Unidos, los colonos dejaron el feudalismo a sus espaldas, en el Viejo
Continente; pero una supervivencia post-feudal y proto-capitalista se
desarrolló con el sistema de plantaciones esclavistas; el diferendo cultural
fue dirimido en una Guerra de Secesión que duró cuatro años (1861/1865),
produjo unas 700.000 víctimas y permitió al sector más progresista, el de los
chacareros e industriales, implantar el modelo yankee, productivista, de
sociedad, con los resultados conocidos. Respecto al Brasil, los portugueses
habían superado la barbarie del feudalismo militar, adoptando la agricultura y
la cultura del trabajo desde el siglo XIII; cosa que hubiera espantado al
caballero feudal castellano. Llegados al Brasil, los portugueses desmontaron
los bosques y pusieron las tierras a producir bienes agrícolas de exportación
bajo sistemas de producción industrial en gran escala, que ellos habían inventado
en las Açores y Cabo Verde decenas de años antes de descubrir América (década
de 1460). Para desarrollar en tierras americanas su modelo productivo de
agricultura industrial de exportación, desde el siglo XVII -pero màs
intensivamente a lo largo del siglo XVIII- organizaron o permitieron una masiva
emigración de familias portuguesas hacia el Brasil, en su mayoría labradores. A
la par, también importaban masivamente prisioneros africanos, sometidos al
trabajo agrícola esclavo en las plantaciones industriales costeras, tanto en el
Norte y el Nordeste como en el Centro-Sud. La posterior apertura de este país
al capitalismo moderno y a la inmigración europea para que adquirieran tierras
en propiedad era, pues, algo natural en su cultura no-feudal. No hubo necesidad
de una guerra civil para ello. Así, São Paulo, sede de un capitalismo agrícola
moderno, sin esclavos pero con una masiva inmigración europea, se impuso casi
sin violencias a la vieja aristocracia proto-capitalista de Rio de Janeiro.
Pero en la Argentina, las élites eran criollas de origen cultural feudal
hispánico y ejercían sus actividades dentro de los valores de la racionalidad
feudal: vivir de rentas y del trabajo ajeno, mal pago; poseer un máximo de
territorio para maximizar los ingresos producidos por un trabajo poco intensivo
y de bajo nivel tecnológico; establecer relaciones de cuasi esclavitud en
estancias y plantaciones -mi madre, hija de plantadores correntinos, conoció
personalmente este régimen-.
Frente al “aluvión” inmigratorio europeo, que valoriza rápidamente con
su trabajo productivo esas tierras feraces que los feudales españoles y sus
descendientes y herederos culturales, los criollos, nunca habían trabajado,
devino notorio que la riqueza y el desarrollo provenía, en la Argentina, de las
familias gringas, especialmente las del campo.
Si riqueza es poder, seguramente las élites criollas dominantes se
habrán preguntado, inquietas, ¿cuándo estos gringos van a rebelarse y tomar el
poder? ¿Cuándo van a destruir nuestras estructuras feudalizantes y van a
instalar un sistema moderno, que no es el nuestro? La parada a estos riesgos
tomó varios caminos; el dominio de las Fuerzas Armadas, los golpes de Estado,
el fraude “patriótico”, el permitir a ciertos gringos -aventureros,
oportunistas y personalidades- el acceso, por vía morganática, a los círculos decisivos de la oligarquía.
Pero una parada de genio, perniciosa, perversa, perdurable, fue la impostura
cultural respecto a la identidad nacional: ¿Qué es un argentino? ¿Es el criollo
fundador? ¿o el gringo y su descendencia, que es “argentino por casualidad”[2]?
La nueva situación demográfica y económica amenazaba la continuidad del dominio
de la oligarquía criolla, cuya proporción numérica disminuía a medida que iban
llegando nuevos contingentes de inmigrantes gringos. Esto explica que fuera la
oligarquía terrateniente quien pergeñara y difundiera la ideología criollista.
Según esta ideología el argentino por antonomasia es el criollo, no el
gringo ni su descendencia, quienes fueran “acogidos generosamente” por los
auténticos argentinos, en el país criollo que los gringos no fundaron y adonde
desembarcaron “para matarse el hambre”, “con una mano atrás y otra adelante”.
Este paradigma del argentinismo se encuentra en el Martín Fierro, poema gauchesco
escrito por un terrateniente que, en buen criollo, era crípticamente xenófobo
–esa xenofobia ordinaria que es propia de la cultura feudal, insuficientemente
apta para integrar al extranjero-. La ideología criollista nos enseña que la
música “argentina” es el folklore criollo. Todos estos valores sesgados alimentaron
las juventudes de la oligarquía y en cierta medida la de las Fuerzas Armadas.
Lo verdaderamente grave es que esta ideología fuera transmitida a nuestra
infancia por el sistema de la Educación Pública y, más tarde, por el movimiento
peronista, el cual deja ver en esto sus fuentes culturales criollistas.
Una de las consecuencias concretas de esta distorsión de la realidad
social y cultural argentina es que el gringo del campo fue y continúa siendo
“ninguneado” en su propio país, desde las ciudades contaminadas por la cultura
criollista. El gringo es así ignorado, si no denostado por los habitantes de
las grandes ciudades que, sin embargo, deben a su trabajo productivo rural el
origen de las riquezas urbanas. La mala fe urbana es aquí tan evidente, como lo
es su alto grado de intoxicación ideológica criollista y feudalizante.
El criollismo, la estancia, el latifundio, la obstaculización de un
desarrollo capitalista moderno, la ausencia de una reforma agraria para los
agricultores modernos, mayoritariamente gringos, son todos síntomas de lo
feudalizante que impregnó la cultura dominante en la Argentina durante casi un
siglo (1852/1943). Los golpes de Estado,
el verticalismo de las instituciones políticas y el caudillismo también lo son.
Es obvio que durante el largo período de dominación de los feudalizantes
oligárquicos han ocurrido sucesos importantes, que modifican o matizan el
esquema muy sucinto y simplificado que estamos exponiendo. No obstante, estas
modificaciones no serían tan profundas que pudieran demostrar la falsedad o
inutilidad de la caracterización que hacemos del periodo posterior a la
Confederación Argentina. La cultura feudalizante de la oligarquía, heredada de
los independentistas, quienes a su vez la recibieran de los españoles
coloniales, ha creado las condiciones para que la ideología criollista eche
raíces en las grandes ciudades argentinas. Entre otras implicancias, este
enraizamiento ideológico facilitará en el periodo siguiente las prácticas que esquilman
los ingresos de los agricultores, operadas sistemàticamente por las funciones
de las cadenas de productos agro-exportables situadas en la gran urbe (en
claro, lo que el chacarero vende por cien, se paga quinientos u ochocientos en
la consola del supermercado urbano). Es pràctica universal la extorsión a los
productores rurales, que es ejercida corrientemente en todas o casi todas las
cadenas de producto -o de valor, como se prefiera enfocarla-, por las funciones
situadas aguas abajo del campo agrícola de producción: transporte, acopio,
transformación o acondicionamiento, seguros, impuestos, tasas y retenciones,
exportación, mercados a término. Obsérvese que la mayoría de las funciones
mencionadas residen en la ciudad, no en el campo, cualesquiera fuere el país de
producción. La singularidad de la Argentina, potencia agrícola mundial gracias
principalmente a la actividad productiva de los gringos del campo, estriba en
que esta extorsión del productor rural deviene confiscación y humillación
encarnizada. ¿No es esto muestra del sesgo feudalizante con el que sigue
funcionando nuestra sociedad? Como veremos en el paràgrafo siguiente, “gorilas”
y peronistas se hermanan en esta actitud de subestimación, vejación y
explotación del gringo del campo, porque pertenecen al mismo universo
feudalizante y se nutren de una misma fuente ideológica anacrónica y
arcaizante, la de la Patria fundacional.
Resumiendo, esta sociedad está atravesada por tres grandes
contradicciones: (a) la patria fundacional criolla, feudalizante, contra la
patria moderna, obra de la gringada productiva integrada a la población autóctona;
(b) el centro portuario contra sus periferias productivas; (c) las clases ricas
urbanas contra el proletariado urbano y rural. Los nacionalismos actuales y
pasados, de origen y contenido ideológico muy diverso en la Argentina, tienden
a favorecer los primeros términos de estas contradicciones. Puede y debe surgir
otro tipo de nacionalismo y tal vez otras proposiciones ideológicas y políticas
diferentes, más acordes con la realidad socio-económica del país. Veremos en el
parágrafo siguiente que esta transformación profunda de la identidad nacional,
de las instituciones y de las fuerzas cívicas más influyentes no ha ocurrido
aún y está culturalmente bloqueada, frenando y distorsionando el desarrollo del
país.
(6) Período
feudalizante popular ( 1944 / 2012...)
La oligarquía feudalizante ilustrada, que dominó la escena nacional
desde 1859, debió ceder el cetro de la conducción del país a la corriente
popular, en un proceso a veces cataléptico que comenzó con un golpe de Estado
el 4 de junio de 1943. Uno de los eminentes jefes militares de aquel
levantamiento era Juan Domingo Perón Sosa, ya golpista de derechas desde 1930.
Perón Sosa era tan criollista como los oligarcas que él y su criolla esposa
María Eva Duarte combatieron acerbamente. Su combate redistribucionista olía a
vindicta pública y a revancha personal por parte de una clase criolla pobre y
secularmente oprimida, reaccionando justamente contra sus antiguos señores
feudales. Este combate, justo respecto al criollo sometido y explotado, ignoró
sin embargo -y sin inocencia- el problema grave que planteaba el criollismo
desde hacía décadas; es decir, la denegación de entidad y de poder que la
ideología criollista implicaba respecto de la población de origen gringo,
numéricamente mayoritaria en el país. Para combatir las injusticias sobre las
que se asentaba el poder de los Señores feudalizantes criollos, estos
conductores populares aplicaron leyes de justicia social absolutamente
necesarias -algunas de ellas preexistían a la llegada al poder de esta pareja;
su mérito fue el obligar a su aplicación efectiva-. El lado obscuro de este
poder justicialista fue la cooptación de numerosos dirigentes sindicales, entre
ellos Borlenghi, interrumpiendo durablemente en la Argentina las actividades
obreras de lucha de clases organizada. Para ello introdujeron una concepción
fascista, de cooperación de clases y de corporativismo administrado desde el
Poder, que permitió efectuar dos maniobras simultáneas: la discriminación
positiva de sindicalistas de origen criollo y la sujeción del sindicalismo
argentino al Poder del Estado criollista. Bajo la concepción fascista de
administración estatal de la lucha de clases se escondía y vehiculaba una
actividad justiciera criollista. Es decir, era algo justo en sí mismo. Pero dejaba
sin respuesta a otras necesidades apremiantes para el desarrollo del país: nada
hacía por la emergencia de un capitalismo moderno desde las bases gringas
disponibles en el campo, ni por el acceso a la propiedad de la tierra por parte
de una clase de productores rurales modernos, ni por la industrialización
espontánea generada por el desarrollo de los frentes de expansión pionera de la
agricultura de exportación, ni por el federalismo económico al que aspiraban
legítimamente las campañas provinciales. La industrialización substitutiva tuvo
un motor voluntarista estatal, que engendró una industria nacional poco competitiva.
Y el esquema en centro abusador y periferias esquilmadas no sólo no fue
modificado, sino intensificado por el ejercicio del centralismo, las mejoras
salariales urbanas y la concentración urbana de los ingresos por la exportación
de productos de origen rural. Esto provocó la implantación desmesurada de la
población criolla proveniente de zonas deprimidas, en el sitio central del
sistema, donde continuó siendo retenida la mayor parte del valor producido y
exportado por las periferias rurales productivas, en su mayoría gringas.
Bajo los gobiernos peronistas sólo hubo la promulgación de un Código
Rural sin grandes transformaciones respecto a la propiedad de la tierra
agrícola, sino que congelaba los arriendos, sin la reforma agraria que esperaba
ansiosamente la gringada del campo. El Estatuto del Peón Rural interesaba preferentemente
a la población criolla de las campañas. Pero nunca hubo una verdadera reforma
agraria para distribuir las tierras feraces a los hijos de agricultores
modernos, a los pioneros de los frentes de expansión que, en su mayoría, eran
gringos hijos de gringos. Esta discriminación negativa del inmigrante europeo,
esta política cripto-étnica retrógrada no era inocente, sino la continuidad del
mundo feudalizante de los fundadores de la Nación. Toda vez que hubo un
proyecto de reforma agraria, éste fue bloqueado; la última tentativa de
impulsar un proyecto de esta índole fue promovida por fuerzas jóvenes durante
el período del Presidente Campora y su Secretario de Agricultura, Ing. Agro.
Horacio Giberti. Este proyecto no era en realidad una redistribución de
tierras, sino que estaba ligado al concepto de “renta potencial de la tierra”;
era un proyecto tibiamente reformista. Evidentemente, esta tentativa también
fue bloqueada desde altas esferas del peronismo: ¡Nunca! ¡Jamás ceder a la
pujanza gringa del campo! ¡Nones a la emergencia de una verdadera burguesía
nacional! ¡Que los criollos fundacionales sean siempre los primeros! Para lo
cual había que conservar su ecosistema social arcaizante. Porque otra
característica criolla que hace del peronismo un movimiento feudalizante es el
caudillismo, los punteros, la verticalidad en las organizaciones sociales y
políticas. Este es un vicio ancestral (feudal), que gangrena y falsea la
democracia argentina. Nunca hubo reforma agraria oligárquica ni autorización
para conquistar tierras del indio, por razones obvias: hubiera sido antitética
con la hegemonía de las clases feudalizantes fundadoras de este país
sub-hispánico. Porque una reforma agraria hubiera sido regalar a un sector
ajeno a las preocupaciones criollistas –los gringos del campo- un nuevo poder
económico que hubiera podido devenir poder político, desalojando y destruyendo
así el esquema de poder criollo de los independentistas, los Padres de la
Patria arcaica. El peronismo tampoco promovió la reforma agraria, probablemente
por las mismas razones arcaizantes y etno-céntricas.
Al mismo tiempo que se manejaba el campo de esta manera sesgada,
“ninguneando” a los pioneros agrícolas modernos del país, la cultura y la lucha
sindical, que había sido obra de gringos en la Argentina, fue también desviada
en el mismo sentido criollista. La nueva política sindical del gobierno
peronista (1944/1955) permitió excluir de la arena cívica a la vieja dirigencia
sindical, de origen gringo (la CGT fue fundada en 1892 por obreros europeos de
Buenos Aires); a la sazón, el peronismo reprimió severamente a los
sindicalistas gringos recalcitrantes.
Para consolidar esta ofensiva, ambos personajes –Perón y Evita- crearon
un movimiento político que responde a la sensibilidad de un pueblo sujeto de larga
data a regímenes feudales: movimiento carismático y personalista, de
justicieros medievales y vindicta pasional; nada que ver con una lucha de
clases organizada, ni con las aspiraciones de la gringada argentina. Este
movimiento rezuma criollismo y se inspira en él, recuperando para sí y
diluyendo en un nacionalismo fundacional el potencial moderno que tiene la
lucha de clases en el capitalismo. La social-democracia es fruto de la lucha de
clases, la cual no necesariamente lleva a una revolución violenta en una
sociedad moderna. Sí, en cambio, en sociedades feudales o arcaicas como la
Rusia zarista, la China de los mandarines, el Viet-Nam colonial.
Es de recordar que el criollismo caudillista, alma oculta del peronismo
auténtico, es una fabricación ideológica de la oligarquía feudalizante
argentina, destinada a “ningunear” al inmigrante europeo, el gringo, quien sin
embargo fue el motor de la revolución agrícola argentina, el iniciador del
crecimiento acelerado de la economía en las primeras décadas del siglo XX y el
principal protagonista del comienzo de la industrialización argentina,
actividades todas que escapaban a la esfera cultural de la población criolla,
tanto la modesta como la ilustrada y rica. El criollismo, que sea oligárquico o
popular, es destituyente de los aportes y negacionista de la identidad del
gringo en esta sociedad, a pesar de que sean mayoría.
La oligarquía cesó de ejercer un rol hegemónico en la Argentina, por
causas que no es propósito analizar en esta nota; pero su arma ideológica, el
criollismo, fue recuperada por el peronismo y subsiste en él: hubo un período
de hegemonía de los feudalizantes oligarcas (“los gorilas”, en la jerga de la
época peronista); hubo y persiste hoy una hegemonía de los feudalizantes
populares: seguimos viviendo en el pasado. Porque ambas fuerzas tienen una raíz
cultural de naturaleza arcaizante, que hace que sus confrontaciones pertenezcan
a otros tiempos, no al de la modernidad.
Mientras los gringos sigan siendo “ninguneados”, no habrá burguesía nacional;
en consecuencia, no habrán ni reinversiones significativas de sus lucros en el
país, ni habrá una industrialización espontánea; no ocurrirá tampoco un
desarrollo territorial según una trama multipolar (como ocurre en las regiones
más ricas de Europa y en América del Norte). Y sin este tipo de desarrollo
capitalista, no habrá nación argentina emergente, sino un paisito de
nacionalismo arcaizante a la rastra de sociedades más aptas para la modernidad,
menos frenadas por herencias culturales, prejuicios e intereses arcaizantes,
pero con una verdadera identidad nacional moderna e integradora.
El origen feudalizante del criollismo popular, inspirador de ese
espíritu identitario y vindicativo del peronismo que lo hace pasional, visceral,
explica el que sea un fenómeno anómalo y anacrónico para las democracias
capitalistas: no es ni un fascismo ni un socialismo ni nada que pueda ser
considerado moderno. En consecuencia, resulta incomprensible para las mentes
europeas actuales.
Mismo desde el interior de la sociedad argentina, este movimiento
identitario típicamente argentino no podría ser aprehendido y comprendido en su
críptica esencia arcaica, sin el auxilio de una nueva lectura de la historia
regional y local que nos habilite a identificar, discernir y describir los
diferenciales culturales (la cultura
enfocada como sistema -social y evolutivo- de percepciones y respuestas de
un grupo humano). Este nuevo tipo de lectura de la historia del Plata pondría
en evidencia el predominio y la continuidad de la cultura feudal hispánica en
la formación de la identidad, de las estructuras y de las instituciones del Río
de la Plata aún vigentes y, más generalmente, de la América de origen español
-tal vez con la excepción de Chile y su extensión cis-andina (Cuyo), única
región sudamericana que recibiera una colonización con familias de labradores
españoles; es decir, no feudales sino de cultura productiva-.
Por todas estas razones, el movimiento peronista puede genuinamente ser
inscripto en la esfera cultural del criollismo y, por ende, dentro de la
corriente feudalizante, fundacional del país. El sentimiento peronista es
visceral, pasional, porque sirve de refugio ideológico para los criollos
humildes marginalizados por la sociedad oligárquica, al mismo tiempo que es un
refugio psicológico desde el cual resistir a una imaginaria enajenación
destitutiva de la identidad criolla concebida como quintaesencia de la
argentinidad.
Esta visión negativa y perniciosa para la integración del gringo y de su
racionalidad moderna fue vehiculada por el criollismo oligárquico durante casi
un siglo; criollismo que estructura el sentimiento peronista de una manera
críptica y de soslayo.
Desde este punto de vista, que es crucial para la integración de toda la
población, que sean de cultura gringa, criolla o autóctona –hoy, muy
entrecruzadas-, el período dominado por el fenómeno peronista es, pues, una
continuidad del que comenzó en 1859, con la hegemonía de la oligarquía
feudalizante ilustrada que inventó el criollismo para no integrar al gringo. El
peronismo es un tipo de criollismo de los humildes, que concierne y pertenece a
una vieja “interna” del régimen feudal heredado y transformado por los
independentistas argentinos y sus continuadores en cultura e ideologia
feudalizante. En este contexto, el peronismo representa las justas
reivindicaciones de los sometidos por el sistema feudal. La modernidad introducida
por la masiva inmigración europea pertenece a otro universo temático, social,
cultural y económico, a otras circunstancias históricas que la alejan de la
lucha que se libran mutuamente peronistas y “gorilas”, lucha entre facciones
feudalizantes, arcaicas por cierto.
En conclusión, el país moderno es una construcción inacabada y
defectiva, porque aún no existe una verdadera burguesía nacional. O sea, todavía no existe un predominio neto de
la racionalidad moderna contenida en las culturas modernas aportadas por los
gringos. El predominio de una cultura de la modernidad, para ser eficaz en
términos de desarrollo, debe instalarse en las instancias de conducción de las
principales instituciones del país, tanto públicas como privadas, tanto civiles
como armadas. Pero esto requeriría una transformación profunda de la
racionalidad económica, de la narración histórica y del discurso político,
tanto el oficial como el privado. Recordemos que según los ideólogos del
comunismo, el socialismo adviene solamente en una sociedad capitalista
desarrollada; según los mismos ideólogos, el comunismo advendría mucho más
tarde, como superación del socialismo. Una mayoría de pensadores de distintas
vertientes ideológicas, comprendiendo las màs opuestas, convergería hacia una
misma conclusión : hay que comenzar por un auténtico desarrollo capitalista
moderno, gracias a la acción de una fuerte burguesía nacional de racionalidad
moderna, que se construya desde una nube de PME nacionales (pequeñas y medianas
empresas), que opere como un seguro defensivo contra las internacionalizaciones
intempestivas y dependizantes. Brasil posee estas condiciones: sin una
burguesía nacional argentina, ¿para cuàndo la “Argentina, dependencia
brasileña”? Los feudalizantes independentistas nos dependizaron a la Gran
Bretaña; los feudalizantes oligàrquicos confirmaron estos vínculos perniciosos
para la emergencia de un capitalismo de burguesía nacional; los feudalizantes
populares ¿dónde creen que nos estàn llevando? Los émulos de la “generación del
70”, en su mayoría emergencia desordenada de afirmación identitaria de una
tercera generación gringa, ¿podràn tomar consciencia de esta problemática?
Porque si en la Argentina no existe una verdadera burguesía nacional, si los
burgueses argentinos son expatriadores metódicos de sus economías y ganancias,
si la reinversión nacional privada no es suficiente para desarrollar el mercado
interno, es porque la sociedad argentina sigue bajo el dominio de los
feudalizantes (oligarcas o populares) y no ha cobrado consciencia, quizás por
esta misma razón, de la contradicción fundamental que existe entre criollismo y
modernidad, entre nacionalismo feudalizante y burguesía nacional, entre
caudillismo y pionerismo moderno.
El reciente artículo de Rolando Hanglin publicado en el cotidiano La
Nación el 4 de Septiembre pasado, comenta trabajos publicados por dos autores
actuales -Juan Bautista Sejean (1997) y Antonio Calabrese (2012)-, sobre el
presunto rol del general José de San Martin en la historia sudamericana. Estos
puntos de vista no son incompatibles con la lectura de nuestra historia que
acabamos de esbozar aquí, a trazos groseros y aproximativos. Los autores
mencionados no están lejos de arrimar materiales probatorios que, de ser
verificados como válidos, podrían conducir a una línea de lectura histórica que
revisaría la entera formación de nuestra nación y de sus instituciones, desde
sus fundamentos. Así, el relato histórico de nuestra identidad dejaría de ser
el que nos legaron los feudalizantes; y esta revisión podría permitirnos abrir
el paso hacia otro relato de nuestra historia que se proyecte sobre otro
avenir, otro proyecto de sociedad, más conforme con la realidad sociológica del
país. Al reformular la historia, se rectifican líneas y componentes importantes
de la identidad nacional. Ahora bien, si se refundara la identidad nacional en
base a componentes culturales e históricos superadores de la racionalidad y de
la cultura feudalizante, se abriría la posibilidad de otro modo de
funcionamiento de la sociedad, otras mentalidades, otras racionalidad
económica. Y con una nueva racionalidad económica liberada del lastre feudal y
caudillista, esta sociedad podría devenir, a mediano y largo plazo, un nuevo
país emergente en el concierto mundial ¡Nada menos que esto!
[1]Cf.
BARTOLUCCI,Ivan Jorge: “Pioneros y frentes de expansión agrícola”, editorial
Orientaciones, 300 pág., Bs.As., 2011.
[2] Frase escrita en un editorial por el entonces
dueño del vespertino La Razón (Bs.As.), de apellido criollo de alcurnia
-Peralta Ramos-, a propósito del Presidente Arturo Frondizi, nacido en la
provincia de Corrientes.
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