"Escribid con amor, con corazón, lo que os alcance, lo que os antoje. Que eso será bueno en el fondo, aunque la forma sea incorrecta; será apasionado, aunque a veces sea inexacto; agradará al lector, aunque rabie Garcilaso; no se parecerá a lo de nadie; pero; bueno o malo, será vuestro, nadie os lo disputará; entonces habrá prosa, habrá poesía, habrá defectos, habrá belleza." DOMINGO F. SARMIENTO



viernes, 21 de febrero de 2014

DICTADURA POP O DESPOTISMO DEMOCRATICO?

Por Jorge Garrappa


Los dolorosos acontecimientos de Venezuela y las declaraciones cruzadas entre el gobierno –legitimo en tanto elegido por mayoria- y la oposición, deben hacernos reflexionar.

Independientemente de los resultados electorales (frecuentemente sospechados de fraude), cualquier republica debe funcionar con sus tres poderes, independientes uno del otro, y dentro de su carta magna o constitución nacional.

Pasa que, a poco de andar, el poder ejecutivo comienza a avasallar y a tratar de someter a los otros poderes para poder imponer su voluntad, aduciendo su legitimidad democrática.

Allí muere la Republica y la Democracia es solo una máscara que sirve para ocultar el rostro de una dictadura o de un despotismo.     

Sobre el particular, encontré un interesante articulo -en el sitio www.laspi.net- para incluirlo en este debate.  

Comienza diciendo que: Democracia, república y dictadura son conceptos que nacieron con griegos y romanos. Aristóteles fue quien legó la clásica diferencia de formas de gobierno entre Democracia (gobierno de la mayoría), Aristocracia (gobierno de los mejores) y Monarquía (gobierno del más noble con aceptación del pueblo), con sus desviaciones: demagogia (gobierno de las mayorías sin respeto a las leyes), oligarquía (gobierno de los más ricos) y tiranía (gobierno unipersonal despótico).

Fueron los romanos, por su parte, quienes institucionalizaron la “dictadura” (concentración de poder en una persona designada por tiempo limitado) -lo normal era seis meses- frente a graves peligros o conmociones que requerían decisiones rápidas, no demoradas por los debates del Senado. El dictador era designado por uno de los Cónsules por orden del Senado y, al vencimiento de su mandato, volvía a ser un ciudadano más. Durante el ejercicio de su legítima función concentraba todos los poderes, salvo el de disponer del tesoro público sin autorización del pueblo. La mayoría de los dictadores –Tito Larcio, Postumio Cincinato, Camilo y Papirio- terminaron incluso sus funciones antes del culminar el período por el que se los había nombrado. La pretensión del más famoso de los dictadores, Julio César, de convertirse en vitalicio, terminó con su asesinato en el propio recinto del Senado.

La institución de la dictadura tuvo, entonces, origen legítimo ya que se originaba en una decisión institucional. Su eco aún resuena en muchas Constituciones modernas, en la figura del Estado de Sitio. Fue sin embargo luego de la fragmentación medieval que atravesó Europa tras la caída del Imperio que las normas trabajosamente elaboradas por griegos y romanos fueron cediendo ante el ejercicio puro del poder feudal, se diluyeron ante el poder absoluto de las monarquías del siglo XVII e incluso el reinado revolucionario del “terror”, hasta llegar al siglo XX en que los dictadores llegaron a surgir tanto del voto popular (Hitler o Mussolini, entre otros) como de revoluciones, golpes de estado, guerras civiles o asonadas violentas (esta lista sería interminable...). Ya no eran sólo “dictaduras”, sino “totalitarismos”, porque el alcance del poder llegaba a la totalidad absoluta de la vida social y ciudadana.

Sin embargo, en todos los casos y a diferencia de los dictadores romanos, como lo estudiaron Bobbio y Sartori, estas dictaduras totalitarias no tuvieron ni plazos fijos, ni limitaciones institucionales, dedicándose a crear una nueva legalidad con la que pretendían conseguir legitimidad al margen del complejo edificio institucional republicano, con la pretensión, definida por Schmitt, de autoconsiderarse “soberanas”. Las justificaciones fueron diversas: nacionalistas, raciales, sociales, religiosas o ideológicas. En el fondo, el individuo, sujeto fundamental del contrato social tácito que dio legitimidad al poder a partir de la Ilustración comenzó su retroceso conceptual hasta quedar reducido a un “objeto” del ejercicio de ese poder, sin facultades esenciales que pudieran quedar al margen de la pretensión de la coacción que –esa sí- superó ampliamente su viejo origen romano.

De lo dicho queda claro que “dictadura” y “democracia” no necesariamente se originaron como antinómicas, como sí lo son hoy “dictadura” y “república”. Los antiquísimos dictadores de la Roma republicana han sido la inspiración de los modernos dictadores “plebiscitarios”, los que sin embargo sí sienten mortificación ante los requerimientos de la República, forma de gobierno cuya finalidad es el bien común pero cuyo entramado esencial es la limitación temporal, la división de los poderes, los contrapesos armónicos y articulados entre el Congreso en el que radica la soberanía del pueblo y dicta leyes, el Presidente del gobierno que ejecuta las leyes, y el Poder Judicial que controla que ninguno de los dos avance sobre los derechos de las personas, de los “ciudadanos”, fundamento último de todo el edificio constitucional y legal del mundo democrático moderno.

¿Pueden ser, entonces, democráticos los dictadores de hoy? Esta pregunta, si es orientada al origen de su gestión, puede ser respondida afirmativamente.

El poder del dictador puede tener un origen democrático. Sin embargo, el consenso político moderno es que “democracia” y “república” son hoy términos inseparables, y que aunque en su origen el poder sea democrático, esa legitimidad de origen se pierde si es ejercido sin respetar los límites que establece el pacto constitucional en cada país.

El origen democrático no alcanza para legitimar la acción de quien obre más allá de sus facultades constitucionales o no respete sus mecanismos de formación de decisiones.

Una dictadura de origen democrático, contra la que prevenía Tocqueville al hablar de la paradoja del “despotismo democrático” o “tiranía de las mayorías”, sería en el estado actual de evolución del mundo occidental un contrasentido inaceptable, aún a pesar de su consenso electoral de origen, y quitaría legitimidad al poder que lo invocara. Este concepto ha sido incorporado a la Constitución en forma expresa en el juego armónico de sus artículos 14 a 21, 28, 29 y 36, e internacionalmente en la propia Carta de Derechos Humanos de las Naciones Unidas –artículo 21-, habilitando su violación el derecho de “resistencia la opresión”, como lo hace el propio artículo 36 de nuestra Carta Magna.

De ahí que invocar “democracia plebiscitaria”, “predominio claro en las encuestas”, “opinión pública mayoritaria”, “consenso aplastante” y consignas por el estilo para justificar decisiones de gobierno no previstas en la Constitución es inherentemente contradictorio con la vigencia de la democracia republicana, la única que hoy es aceptada en el mundo occidental como legitimante del poder. No hay democracia sin respeto escrupuloso a los derechos de las personas o sin libertad de opinión, de expresión y de prensa para los ciudadanos, de forma que puedan participar como tales en las cuestiones públicas y puedan eventualmente, reemplazar al poder por otro mediante el libre juego institucional. Los derechos de los ciudadanos, por su parte, no admiten ser subsumidos en colectivo alguno, mayoritario o minoritario, y tienen como depositario y destinatario a cada uno considerado individualmente, como célula política individual y libre, superior al propio Estado y al que se somete sólo en la medida escrita en la Constitución y las leyes dictadas según sus normas.

¿Qué pasa en nuestro país? ¿Pueden las “facultades extraordinarias” otorgadas por el Congreso al presidente a pesar de la prohibición del artículo 29 de la Carta Magna, la reforma institucional –modificando de hecho más que de derecho la propia Constitución- al convertir virtualmente en unicameral el sistema constitucional con la reglamentación de los Decretos Ejecutivos de “necesidad y urgencia”, las formas politizadas de destitución de los jueces, la delegación parlamentaria de las facultades de asignaciones presupuestarias al poder ejecutivo o el virtual vaciamiento de los derechos efectivos de los ciudadanos, ser considerados elementos “antirrepublicanos”, y en consecuencia, también antidemocráticos? ¿Le quitan legitimidad al poder?

Está claro que, por lo pronto, no son precisamente un arquetipo de perfección institucional, y que aunque aún vivamos “en el infierno”, como gusta repetir el presidente, poca justificación jurídica existe frente a tanto dislate. Estamos a mitad de camino entre el puro poder y el poder constitucional, en una situación “pre-constituyente” con rumbo indefinido, y de lo que pase en los próximos tiempos dependerá dónde termina de ubicarse la Argentina.

En todo caso, sería de desear que sobre la facilidad de gobernar que le otorga esta fenomenal coyuntura económica de la que no gozó ni siquiera el Perón de sus primeros tiempos, el presidente –que concentra poder, y en consecuencia, también responsabilidad- asuma el rol de estadista y lidere la restauración democrática, consolidando las formas republicanas y la solidez institucional para reconstruir la república democrática que alguna vez nos hizo grandes. Si en lugar de hacerlo sigue en su hambrienta acumulación de facultades, mayores aún que las de los dictadores romanos ya que alcanza al manejo de los fondos públicos, no faltará más tarde o más temprano que comiencen a surgir desde el fondo de la historia los viejos fantasmas de la intolerancia sin límites, provocando el renacimiento de pasiones encontradas inmanejables como las que, desgraciadamente, hemos sufrido hasta hace muy pocas décadas.

La claridad del análisis me exime de mas comentario salvo medir los riesgos que corre no solo el pueblo de Venezuela sino el de casi toda la AmericaLatina, incluida la Argentina.

EL FANATISMO


Por Jorge Garrappa

 

Hoy tengo la convicción más profunda que, el fanático, es el más grande enemigo de la libertad que existe en una sociedad.
El fanatismo es ciego, de tal ceguera que no quiere ver el mal que hace. Yo lo se muy bien.
El fanático denuncia lo malo, que nunca encuentra en sí mismo, porque está atascado en su propio fango.
El fanático siempre pone a los “buenos” de su lado y a los “malos” los ubica enfrente.
A estos últimos, los considera sus enemigos y, por ende, se les puede maltratar sin ningún reparo.
Para el fanático el fin justifica los medios pues, solo el fin que él persigue, es “bueno”.
Los demás están todos equivocados y, por ello, no tienen ningún derecho a pensar distinto.
Esto lo habilita a usar, en la mayoria de los casos, medios inmorales e ilegales para combatirlos.
Se debe condenar el mal, pero dentro de la ley y la moral, teniendo en cuenta los principios fundamentales de la tolerancia.
Como afirmaba Voltaire: “Detesto lo que dices, pero defenderé a muerte tu derecho a decirlo”.
La tolerancia, sin embargo, debe aplicarse de manera correcta, con ciertos límites, pues en ocasiones es directamente imposible presenciar una injusticia sin protestar.
Más aun, juzgaríamos sin dudar un minuto, como una vileza querer aparecer neutral. Por ello la protesta social, en paz, es un derecho inalienable de los pueblos.
Es falso plantear la disyuntiva polar entre el fanatismo y el relativismo o escepticismo.
Nunca hay que olvidar ese proverbio que dice: como la tierra es redonda, los extremos tienden a tocarse.
La ceguera violenta del fanático y la ceguera cínica del escéptico frecuentemente se cruzan y se unen para el mismo mezquino fin.
Las sociedades necesitan –hoy mas que nunca- valores firmes, convencimientos, no hipotesis.
Esto, para los fundadores del estado de derecho, resultaba sencillamente evidente.
La abolición de la tortura no fue el resultado de una hipótesis. Los derechos humanos no fueron una propuesta. Sino una proclamación.  
La aparente terquedad con que los pueblos, libres por naturaleza, alzan determinados valores humanos innegociables, responde a una profunda y antigua sabiduría.