Por Jorge Garrappa
Los dolorosos acontecimientos de Venezuela y las declaraciones cruzadas entre el gobierno –legitimo en tanto elegido por mayoria- y la oposición, deben hacernos reflexionar.
Los dolorosos acontecimientos de Venezuela y las declaraciones cruzadas entre el gobierno –legitimo en tanto elegido por mayoria- y la oposición, deben hacernos reflexionar.
Independientemente
de los resultados electorales (frecuentemente sospechados de fraude), cualquier
republica debe funcionar con sus tres poderes, independientes uno del otro, y dentro
de su carta magna o constitución nacional.
Pasa
que, a poco de andar, el poder ejecutivo comienza a avasallar y a tratar de
someter a los otros poderes para poder imponer su voluntad, aduciendo su
legitimidad democrática.
Allí
muere la Republica y la Democracia es solo una máscara que sirve para ocultar
el rostro de una dictadura o de un despotismo.
Sobre
el particular, encontré un interesante articulo -en el sitio www.laspi.net- para incluirlo en este debate.
Comienza diciendo
que: Democracia, república y dictadura
son conceptos que nacieron con griegos y romanos. Aristóteles fue quien legó la
clásica diferencia de formas de gobierno entre Democracia (gobierno de la
mayoría), Aristocracia (gobierno de los mejores) y Monarquía (gobierno del más
noble con aceptación del pueblo), con sus desviaciones: demagogia (gobierno de
las mayorías sin respeto a las leyes), oligarquía (gobierno de los más ricos) y
tiranía (gobierno unipersonal despótico).
Fueron los romanos, por su parte,
quienes institucionalizaron la “dictadura” (concentración de poder en una
persona designada por tiempo limitado) -lo normal era seis meses- frente a
graves peligros o conmociones que requerían decisiones rápidas, no demoradas
por los debates del Senado. El dictador era designado por uno de los Cónsules
por orden del Senado y, al vencimiento de su mandato, volvía a ser un ciudadano
más. Durante el ejercicio de su legítima función concentraba todos los poderes,
salvo el de disponer del tesoro público sin autorización del pueblo. La mayoría
de los dictadores –Tito Larcio, Postumio Cincinato, Camilo y Papirio-
terminaron incluso sus funciones antes del culminar el período por el que se
los había nombrado. La pretensión del más famoso de los dictadores, Julio
César, de convertirse en vitalicio, terminó con su asesinato en el propio
recinto del Senado.
La institución de la dictadura
tuvo, entonces, origen legítimo ya que se originaba en una decisión
institucional. Su eco aún resuena en muchas Constituciones modernas, en la
figura del Estado de Sitio. Fue sin embargo luego de la fragmentación medieval
que atravesó Europa tras la caída del Imperio que las normas trabajosamente
elaboradas por griegos y romanos fueron cediendo ante el ejercicio puro del
poder feudal, se diluyeron ante el poder absoluto de las monarquías del siglo
XVII e incluso el reinado revolucionario del “terror”, hasta llegar al siglo XX
en que los dictadores llegaron a surgir tanto del voto popular (Hitler o
Mussolini, entre otros) como de revoluciones, golpes de estado, guerras civiles
o asonadas violentas (esta lista sería interminable...). Ya no eran sólo
“dictaduras”, sino “totalitarismos”, porque el alcance del poder llegaba a la
totalidad absoluta de la vida social y ciudadana.
Sin embargo, en todos los casos y
a diferencia de los dictadores romanos, como lo estudiaron Bobbio y Sartori,
estas dictaduras totalitarias no tuvieron ni plazos fijos, ni limitaciones
institucionales, dedicándose a crear una nueva legalidad con la que pretendían
conseguir legitimidad al margen del complejo edificio institucional
republicano, con la pretensión, definida por Schmitt, de autoconsiderarse “soberanas”.
Las justificaciones fueron diversas: nacionalistas, raciales, sociales,
religiosas o ideológicas. En el fondo, el individuo, sujeto fundamental del
contrato social tácito que dio legitimidad al poder a partir de la Ilustración
comenzó su retroceso conceptual hasta quedar reducido a un “objeto” del
ejercicio de ese poder, sin facultades esenciales que pudieran quedar al margen
de la pretensión de la coacción que –esa sí- superó ampliamente su viejo origen
romano.
De lo dicho queda claro que
“dictadura” y “democracia” no necesariamente se originaron como antinómicas,
como sí lo son hoy “dictadura” y “república”. Los antiquísimos dictadores de la
Roma republicana han sido la inspiración de los modernos dictadores
“plebiscitarios”, los que sin embargo sí sienten mortificación ante los
requerimientos de la República, forma de gobierno cuya finalidad es el bien
común pero cuyo entramado esencial es la limitación temporal, la división de
los poderes, los contrapesos armónicos y articulados entre el Congreso en el
que radica la soberanía del pueblo y dicta leyes, el Presidente del gobierno
que ejecuta las leyes, y el Poder Judicial que controla que ninguno de los dos
avance sobre los derechos de las personas, de los “ciudadanos”, fundamento
último de todo el edificio constitucional y legal del mundo democrático
moderno.
¿Pueden ser, entonces,
democráticos los dictadores de hoy? Esta pregunta, si es orientada al origen de
su gestión, puede ser respondida afirmativamente.
El poder del dictador puede tener
un origen democrático. Sin embargo, el consenso político moderno es que
“democracia” y “república” son hoy términos inseparables, y que aunque en su
origen el poder sea democrático, esa legitimidad de origen se pierde si es
ejercido sin respetar los límites que establece el pacto constitucional en cada
país.
El origen democrático no alcanza
para legitimar la acción de quien obre más allá de sus facultades
constitucionales o no respete sus mecanismos de formación de decisiones.
Una dictadura de origen
democrático, contra la que prevenía Tocqueville al hablar de la paradoja del
“despotismo democrático” o “tiranía de las mayorías”, sería en el estado actual
de evolución del mundo occidental un contrasentido inaceptable, aún a pesar de
su consenso electoral de origen, y quitaría legitimidad al poder que lo
invocara. Este concepto ha sido incorporado a la Constitución en forma expresa
en el juego armónico de sus artículos 14 a 21, 28, 29 y 36, e
internacionalmente en la propia Carta de Derechos Humanos de las Naciones Unidas
–artículo 21-, habilitando su violación el derecho de “resistencia la
opresión”, como lo hace el propio artículo 36 de nuestra Carta Magna.
De ahí que invocar “democracia
plebiscitaria”, “predominio claro en las encuestas”, “opinión pública mayoritaria”,
“consenso aplastante” y consignas por el estilo para justificar decisiones de
gobierno no previstas en la Constitución es inherentemente contradictorio con
la vigencia de la democracia republicana, la única que hoy es aceptada en el
mundo occidental como legitimante del poder. No hay democracia sin respeto
escrupuloso a los derechos de las personas o sin libertad de opinión, de
expresión y de prensa para los ciudadanos, de forma que puedan participar como
tales en las cuestiones públicas y puedan eventualmente, reemplazar al poder
por otro mediante el libre juego institucional. Los derechos de los ciudadanos,
por su parte, no admiten ser subsumidos en colectivo alguno, mayoritario o
minoritario, y tienen como depositario y destinatario a cada uno considerado
individualmente, como célula política individual y libre, superior al propio
Estado y al que se somete sólo en la medida escrita en la Constitución y las
leyes dictadas según sus normas.
¿Qué pasa en nuestro país?
¿Pueden las “facultades extraordinarias” otorgadas por el Congreso al
presidente a pesar de la prohibición del artículo 29 de la Carta Magna, la
reforma institucional –modificando de hecho más que de derecho la propia
Constitución- al convertir virtualmente en unicameral el sistema constitucional
con la reglamentación de los Decretos Ejecutivos de “necesidad y urgencia”, las
formas politizadas de destitución de los jueces, la delegación parlamentaria de
las facultades de asignaciones presupuestarias al poder ejecutivo o el virtual
vaciamiento de los derechos efectivos de los ciudadanos, ser considerados
elementos “antirrepublicanos”, y en consecuencia, también antidemocráticos? ¿Le
quitan legitimidad al poder?
Está claro que, por lo pronto, no
son precisamente un arquetipo de perfección institucional, y que aunque aún
vivamos “en el infierno”, como gusta repetir el presidente, poca justificación
jurídica existe frente a tanto dislate. Estamos a mitad de camino entre el puro
poder y el poder constitucional, en una situación “pre-constituyente” con rumbo
indefinido, y de lo que pase en los próximos tiempos dependerá dónde termina de
ubicarse la Argentina.
En todo caso, sería de desear que
sobre la facilidad de gobernar que le otorga esta fenomenal coyuntura económica
de la que no gozó ni siquiera el Perón de sus primeros tiempos, el presidente
–que concentra poder, y en consecuencia, también responsabilidad- asuma el rol
de estadista y lidere la restauración democrática, consolidando las formas
republicanas y la solidez institucional para reconstruir la república
democrática que alguna vez nos hizo grandes. Si en lugar de hacerlo sigue en su
hambrienta acumulación de facultades, mayores aún que las de los dictadores
romanos ya que alcanza al manejo de los fondos públicos, no faltará más tarde o
más temprano que comiencen a surgir desde el fondo de la historia los viejos
fantasmas de la intolerancia sin límites, provocando el renacimiento de
pasiones encontradas inmanejables como las que, desgraciadamente, hemos sufrido
hasta hace muy pocas décadas.
La claridad
del análisis me exime de mas comentario salvo medir los riesgos que corre no solo el pueblo
de Venezuela sino el de casi toda la AmericaLatina, incluida la Argentina.