"Escribid con amor, con corazón, lo que os alcance, lo que os antoje. Que eso será bueno en el fondo, aunque la forma sea incorrecta; será apasionado, aunque a veces sea inexacto; agradará al lector, aunque rabie Garcilaso; no se parecerá a lo de nadie; pero; bueno o malo, será vuestro, nadie os lo disputará; entonces habrá prosa, habrá poesía, habrá defectos, habrá belleza." DOMINGO F. SARMIENTO



viernes, 21 de febrero de 2014

EL FANATISMO


Por Jorge Garrappa

 

Hoy tengo la convicción más profunda que, el fanático, es el más grande enemigo de la libertad que existe en una sociedad.
El fanatismo es ciego, de tal ceguera que no quiere ver el mal que hace. Yo lo se muy bien.
El fanático denuncia lo malo, que nunca encuentra en sí mismo, porque está atascado en su propio fango.
El fanático siempre pone a los “buenos” de su lado y a los “malos” los ubica enfrente.
A estos últimos, los considera sus enemigos y, por ende, se les puede maltratar sin ningún reparo.
Para el fanático el fin justifica los medios pues, solo el fin que él persigue, es “bueno”.
Los demás están todos equivocados y, por ello, no tienen ningún derecho a pensar distinto.
Esto lo habilita a usar, en la mayoria de los casos, medios inmorales e ilegales para combatirlos.
Se debe condenar el mal, pero dentro de la ley y la moral, teniendo en cuenta los principios fundamentales de la tolerancia.
Como afirmaba Voltaire: “Detesto lo que dices, pero defenderé a muerte tu derecho a decirlo”.
La tolerancia, sin embargo, debe aplicarse de manera correcta, con ciertos límites, pues en ocasiones es directamente imposible presenciar una injusticia sin protestar.
Más aun, juzgaríamos sin dudar un minuto, como una vileza querer aparecer neutral. Por ello la protesta social, en paz, es un derecho inalienable de los pueblos.
Es falso plantear la disyuntiva polar entre el fanatismo y el relativismo o escepticismo.
Nunca hay que olvidar ese proverbio que dice: como la tierra es redonda, los extremos tienden a tocarse.
La ceguera violenta del fanático y la ceguera cínica del escéptico frecuentemente se cruzan y se unen para el mismo mezquino fin.
Las sociedades necesitan –hoy mas que nunca- valores firmes, convencimientos, no hipotesis.
Esto, para los fundadores del estado de derecho, resultaba sencillamente evidente.
La abolición de la tortura no fue el resultado de una hipótesis. Los derechos humanos no fueron una propuesta. Sino una proclamación.  
La aparente terquedad con que los pueblos, libres por naturaleza, alzan determinados valores humanos innegociables, responde a una profunda y antigua sabiduría.

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