"Escribid con amor, con corazón, lo que os alcance, lo que os antoje. Que eso será bueno en el fondo, aunque la forma sea incorrecta; será apasionado, aunque a veces sea inexacto; agradará al lector, aunque rabie Garcilaso; no se parecerá a lo de nadie; pero; bueno o malo, será vuestro, nadie os lo disputará; entonces habrá prosa, habrá poesía, habrá defectos, habrá belleza." DOMINGO F. SARMIENTO



domingo, 10 de abril de 2016

EL ULTIMO GOLPE MILITAR: CAUSAS Y CONSECUENCIAS

Por Marcos Novaro

Es un hecho indiscutido que el golpe de 1976 fue, igual que todos los precedentes, muy poco resistido por los civiles. La mayoría de ellos se había resignado a él desde tiempo antes. Y muchos, a izquierda y derecha, por razones opuestas pero complementarias, hicieron más que eso: le dieron una entusiasta bienvenida, esperando que la ordalía de violencia que le seguiría resolviera los problemas que se arrastraban desde hacía décadas, y que los golpes anteriores no habían resuelto: el conflicto permanente entre república y populismo, las pujas distributivas y el manejo faccioso del estado que volvían crónicamente inestable la vida económica, la tendencia de los actores a desconocer la legitimidad de sus antagonistas.
Ya entonces se pensó que él debía ser el golpe del final, el último: allí donde los anteriores habían fallado aplicaría remedios el doble de drásticos. Pero si finalmente lo fue no se debió a que nada de eso funcionara, claro, sino a que condujo al poder militar a autodestruirse. Y a los demás a convencerse de que nunca más debían considerarlo una solución.
Sin embargo, y llamativamente, los problemas recién listados siguen siendo en gran medida los mismos que nos agobian. ¿No aprendimos nada más que el antimilitarismo del fracaso de nuestros militares? Peor aun: pareciera que considerarlo el “fracaso de ellos” nos libró alegremente de la posibilidad de aprender ninguna otra cosa.
No es casual que nos topemos con objeciones y obstáculos al tratar de encarar este asunto. Primero, porque cualquier argumento que no se enfoque en los militares es objetado como una aviesa relativización de sus responsabilidades. Segundo, porque cuando se acepta considerar el papel de otros actores es sólo como “partícipes de los designios demoníacos” de aquellos, y ajenos al noble sentir de las mayorías. Y tercero y tal vez lo más importante porque se tiende a creer que si buscamos explicar las causas del golpe del `76 y sus violentas secuelas, más allá de las motivaciones de sus perpetradores, corremos el riesgo de dificultar un juicio lapidario hacia ellos.
Para empezar, explicar no es justificar. Si alguien comete un acto aberrante es responsable de él aunque lo haya realizado en circunstancias por las que ese acto pudo parecer, tanto a él como a otros, “normal” o “justificado”. El golpe de 1976 fue “un golpe más” para generaciones de argentinos que habían vivido varios otros en los años previos; del mismo modo que las muertes violentas que le siguieron parecieron a muchos aceptables en parte debido a la multitud de muertes que las habían precedido; pero explicar ambas circunstancias e incluirlas en una lista de causas no quita ni un ápice de responsabilidad a los perpetradores; sirve sí en cambio para ayudar a entender cómo fue que ellos y muchos de sus coetáneos llegaron a tal extremo desprecio por la vida y la vigencia del derecho.
También es cierto que los actos varían en cuanto a su “responsabilidad histórica”: en algunos pesan más los efectos que las causas, y en otros sucede lo contrario; y del golpe de 1976 sería razonable pensar lo primero. Pero ese juicio depende siempre de estimaciones contrafácticas difíciles de argumentar y demostrar: ¿cuánto mejor hubiera salido todo si ese hecho no se producía?
Por caso: es más o menos convincente la idea de que “si el golpe no tenía lugar”, “la política civil podía haber detenido la espiral de violencia”. No tenía muchas chances, pero tenía algunas, y eso es mejor que nada. Aunque también habría que reconocer entonces la chance que existía de que el escenario se agravara por otras vías: ¿no era factible acaso que se pasara a una guerra civil abierta y desatada?, ¿cómo calcular los muertos de esa eventualidad? Se suele decir que esta posibilidad no existía porque la guerrilla estaba política y militarmente derrotada a fines de 1975. Lo que es cierto. Pero lamentablemente también lo es que existía mucha gente voluntariosamente inclinada a ignorar ese hecho. Y a actuar en consecuencia. El cálculo de Mario Firmenich, “perderemos varios miles de combatientes, pero los remplazaremos sin problemas”, no era del todo errado. Así que en ese momento era difícil saber. ¿Lo es todavía hoy?
El relato hasta hace poco gubernamental, y que salvo que se haga algo para remediarlo seguirá siendo el oficial en buena parte de nuestro sistema educativo y para amplios sectores de la sociedad, ignora estas complejidades y postula que ese día habría tenido inicio el terrorismo de estado. Él golpe habría sido solo “causa de”, para nada “consecuencia”. Salvo en lo que respecta a considerarlo consecuencia de una voluntad malévola a su vez incausada, manifestación de un único y real demonio: un fantasmal plan “oligárquico-castrense-derechista-imperialista” orientado a destruir la democracia argentina y liquidar los sueños de justicia de una generación de jóvenes maravillosos y sus sufridos contemporáneos.
Lo sucedido ese 24 de marzo y lo que siguió merece una explicación mejor. Que, para empezar, se atenga más fielmente a los hechos de sangre que tanto repudio generan: por caso, al millar de desapariciones previas al golpe, y a los cientos de muertes provocadas tanto por escuadrones paraestatales como por guerrillas revolucionarias en años anteriores; en una escalada de violencia que convenció a la enorme mayoría de los argentinos, como dijimos al comienzo, de que habían llegado al fondo del infierno, no podían estar peor que en ese otoño del ´76, y cualquier intervención que cambiara el estado de cosas, y un golpe militar era la posibilidad más a mano, iba entonces a ser para mejor.
Ilusión a la postre de nefastas consecuencias que ha sido utilizada por el relato oficial no para explicar el golpe como “consecuencia de”, sino para manipular aún más causas y efectos, ampliando el campo del “demonio golpista”: nos quiso convencer así de que merecerían condena todos los que con más o menos desesperación, o frustración o expectativa creyeron que el golpe era al menos una salida para un estado de cosas que les parecía insoportable. Y no tanto quienes contribuyeron a volverlo insoportable creyendo que así lograrían sus sueños, cualesquiera fueran. Como si fuera más imperdonable el error de juicio de una Mirtha Legrand que el de un Horacio Verbitsky. Como si mereciera una más dura condena moral, histórica y hasta judicial la actitud de empresarios aterrados por los secuestros, como Juan y Jorge Born, que las de los organizadores de esos secuestros, como Firmenich, o Paco Urondo, o Rodolfo Walsh.
¿Por qué esta visión sesgada y en muchos aspectos llanamente falaz de la historia del golpe del 76 funciona tan bien? Una primera explicación destaca el uso abusivo del estado como maquinaria de difusión de este relato: él ha sido inoculado durante 12 años con gran dispendio de recursos, a través de distintos canales con un mensaje simple y convergente, potenciando el efecto simplificador y reduccionista perseguido, así que no debería llamar la atención que se haya vuelto casi hegemónico.
También gravita el hecho de que la mirada estilizada de buenos y malos condimentada de una buena dosis de decadentismo achacado al intervencionismo militar sirve bien a las autocomplacientes conciencias de una gran variedad de actores de la política y la sociedad, que tampoco quieren saber nada de causas y consecuencias, prefieren justificar en románticas rebeldías y catástrofes del pasado un presente de otro modo más difícil de hacer pasar por bueno.
Así se entiende que los miembros de La Cámpora apelaran a una historia tachonada de heroicos sufrimientos, que aunque ellos no vivieron en carne propia pretendían “llevar en la sangre”, para velar y volver más digerible una actualidad hecha de abusos de poder, despropósitos de todo tipo o liso y llano latrocinio.
En tanto a mucho más amplios grupos sociales, en lo que resulta un fenómeno más preocupante tanto por lo extendido como por lo perdurable, esa misma memoria hecha en partes iguales de heroísmo y catástrofes, de cuyas consecuencias por tanto no tienen por qué hacerse responsables, les sirve para justificar, bajo una pátina de pretendidas rebeldía y conciencia histórica colectivas, inconfesables inclinaciones al conformismo y el ventajismo: “¿qué querés que haga?, a este país lo destruyeron los milicos, los oligarcas, el imperialismo yanqui, déjame vivir en paz de los pedazos”. Si quien lo dice luce una remera del Che y te hace la “v” con los dedos índice y mayor, mejor todavía. Nada más conveniente que pintar con la estética de la Victoria y los Sueños Compartidos lo que no es más que una ética de la derrota y la frustración dirigida a justificar el más crudo individualismo. Para todo eso está bueno evocar el golpe, lograr que la dictadura esté siempre presente en las mentes y los discursos, no está bueno explicarla.
Finalmente, otro motivo es la debilidad o franca ausencia de relatos alternativos. Ellos existieron, y en ciertos momentos llegaron a tener aceptación. Pero cayeron en desgracia junto a los proyectos políticos que los promovieran.
Tanto el alfonsinismo como el menemismo ofrecieron miradas más ricas sobre la dictadura que la de los K. Alfonsín, por sobre todo, porque desde un principio buscó desarmar la polarización que tan recurrentemente había contaminado la política nacional hasta entonces, para fortalecer la convivencia bajo reglas comunes. Esa más que la supuesta homologación de crímenes de estado con atentados guerrilleros fue la intención detrás de la orden de impugnar e investigar a los responsables de unos y otros. En lo que luego se degradó bajo el sayo de los “dos demonios”. Pero incluso Menem quien, aunque para justificar los indultos y enfocado más en el golpe del ´55 que en el del ´76, se esmeró en destacar que ellos habían tenido lugar cuando ya los civiles, en particular sus propios compañeros de partido, habían hecho hasta lo inimaginable para volver invivible el orden constitucional. A su manera, ambos compartieron la idea de que someter a crítica lo que el militarismo había causado a la vida política desde 1930 requería una visión más amplia sobre lo que los argentinos en general habíamos estado haciendo con ella, y en alguna medida seguíamos haciendo aunque el militarismo se volviera cosa del pasado.
A los argentinos nos cuesta aprender, es evidente. Y encima a veces logramos hasta desaprender. Es lo que ha sucedido con las memorias del ´76: logramos casi olvidar lo poco sensato que alguna vez llegamos a entender de nuestro pasado más problemático, y sólo nos queda de él un puñado de datos confusos, 9000 o 30000, lesa humanidad o “solo” violencia política, discusiones en las que se cultiva la sordera. Y un feriado. Un día de la memoria que hasta aquí es sólo un monumento a la desmemoria.
No volveremos a padecer nada semejante al ´76. Ese seguirá siendo el último golpe. Pero no porque hayamos aprendido las lecciones que él nos dejó.

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