Por Jorge Alberto Garrappa (28 mayo 2011)
Casi 1000 kilómetros se necesitan recorrer, desde el corazón del “país de la llanura”, hasta esa capital del “país de la montaña”.
Salta, “la linda”.
El horizonte plano cambia apenas se pasa Metan.
Hacia el norte, se observan los cerros y los montes en oscuras franjas superpuestas.
La bruma matinal no deja ver sus picos.
Tras ellos, el sol lucha denodadamente por aparecer.
Hoy, el techo de nubes y la niebla, han decidido impedírselo.
Los cristales se empañan con el sudor frio del vapor de agua que condensa.
Las manos, improvisados limpiaparabrisas, tratan de abrir alguna brecha turbia para poder ver hacia afuera.
Algarrobos blancos, espinillos y arbustos, tapizan todo el relieve circundante.
El camino rectilíneo, al subir y bajar alternativamente, muestra desde lo alto, las copas y, desde el valle, el cerrado monte.
Dos águilas custodian su nido desde las alturas.
Amanece.
Mucho antes llegaron hasta aquí, desde el Alto Perú, los españoles y jesuitas que fundaron ciudades y universidades.
Salta es la cuna de varios próceres de la Independencia Nacional. La mayoría de familias -social y económicamente- importantes.
Políticamente poderosas, también.
Hasta su caudillo máximo, Güemes, perteneció a una de ellas.
Será por eso que su monumento ecuestre está implantado en el barrio residencial de la ciudad.
Pero nada de esto me trajo aquí esta vez.
La Virgen, María Livia y mi golpeada salud, me trajeron hasta aquí.
También mi fe. Imperfecta. Contaminada por la curiosidad y la duda “tomista” que tenemos los seres humanos.
Aun siendo un hombre de fe, como yo mismo me defino, quiero poner mi dedo en la llaga.
Para ello debo trepar a pie, hasta la cima de ese cerro, como un penitente.
Como las decenas de miles de peregrinos que llegan sin cesar.
Hay más gente que en cualquier recital. Se habla de 40000, de 60000 personas...
Pero no hay “pogos” enloquecidos, no se grita. Casi no se habla.
Solo se reza.
El silencio, por momentos, es sobrecogedor.
La columna, serpenteante, se puede ver de tanto en tanto, ascendiendo entre la espesura montana.
Ella une, sin solución de continuidad, la base con la cumbre de los “Tres cerritos”.
Durante todo el sábado.
El domingo se descansara y se retornara. Es el día santo del inicio de la semana cristiana.
El domingo se descansara y se retornara. Es el día santo del inicio de la semana cristiana.
Alguien comienza a recitar el santo rosario y todos lo siguen.
La sensación de cansancio se olvida, ya no duelen los pies ni las articulaciones. Nada.
Al menos así parece.
Desde lo alto del camino se puede ver la playa de estacionamiento que abandonamos hace poco.
Es un verdadero tapiz, monocromático de techos blancos, de los cientos de ómnibus que ya han derramado su carga doliente y esperanzada.
Impresionante.
Después, la paciente espera allá arriba. Y la organización.
Señales azules indican hacia dónde dirigirse: ermita, imposición de manos, baños, puestos de provisión de agua para el sediento, dispensario médico, camino de retorno…
A diferencia de aquel otro monte, en este no hay olivos. Solo espinillos y algarrobos…y miles de rosarios colgados de las ramas de ellos…
Son promesas…miles de promesas!
Seguramente cumplidas.
Escalones de piedra y “corralitos” leñosos y zigzagueantes, encausan a los peregrinos a su encuentro con las manos de María Livia.
Pasado el medio día, los parlantes propalan el Santo Rosario.
Todos rezan.
Luego, se escuchan los testimonios de los milagros de la Virgen del cerro. Son las experiencias vividas por un matrimonio y un sacerdote.
Todos rezan.
Luego, se escuchan los testimonios de los milagros de la Virgen del cerro. Son las experiencias vividas por un matrimonio y un sacerdote.
Un ejército de jóvenes, con pañuelos azules al cuello, ordena con dedicación cada sector, informa con amabilidad y ayuda a desplazarse a quienes no pueden hacerlo por sus propios medios.
Llegar al espacio escalonado, bajo una gran “media sombra” tensada entre los árboles, es el preludio del evento que todos han venido a buscar.
Las colaboradoras se encargan de ubicar a la gente en filas concéntricas, para que la intercesora de Jesús y su Santa Madre, imponga sus manos.
Entre esas filas, fornidos jóvenes con pañuelos azules, correrán para recibir los cuerpos que caerán en un instante, como fulminados, al solo contacto de la santa del cerro.
Imagino a María Livia, una mujer anciana.
Sin embargo, me encuentro con una mujer joven. Menuda. Cara redonda, ojos rasgados, pelo negro recogido.
Parece una monja, viste una camperita de lana azul sobre la blusa blanca, pollera gris y zapatillas.
Es el momento sublime.
Me mantengo en la fila con la respiración contenida.
La veo venir por el rabillo del ojo.
Blande sus manos de arriba hacia abajo, acariciando a cada persona. Muy rápido.
Casi mecánicamente.
Delante de ella, una joven camina en retroceso registrando, con una camarita digital, todo lo que sucede.
Llega frente a mí. Me mira fijo a los ojos. Siento sus manos tocar mis hombros. Sigue adelante.
Yo sigo en pie.
A mi costado, algunos siguen aun tendidos, envueltos en un llanto casi convulsivo. Angustioso.
“No los toquen, se recuperaran solos” – dicen los colaboradores.
Los fornidos jóvenes siguen corriendo, recibiendo y depositando en el suelo a quienes se desploman.
Otros, como yo, quedan en pie o se retiran, lentamente.
Espero. Pienso.
Porque no habré caído yo? Si estoy enfermo.
Inmediatamente me corrijo.
Porque debería haber caído? Acaso los demás, están enfermos?
Que significa desmoronarse así, como fulminado?
Ser más sensible? Mas pecador? o… Más enfermo?
En ese caso, entonces, yo sería insensible, impoluto y sano?
Difícil es saber que sucede en el interior de cada persona durante ese estado de trance, que promedia la media hora.
Tal vez más.
Algunos, dicen haber visto a personas muy queridas y hasta dialogar con ellas.
Otros, haber estado en presencia de la propia Virgen.
Un autor anónimo dijo: “el cuerpo grita lo que la boca calla”.
Yo digo: el cuerpo estalla cuando el alma calla…
A través de las manos, María Livia Galliano de Obeid, cura las almas atormentadas.
Estas, enferman los cuerpos.
Los médicos solo curan los cuerpos. No el alma.
Entonces, reflexione sobre lo que paso en mí.
Un manto, invisible, de serenidad, de paz, de sosiego, me envolvió desde ese momento.
Como si no tuviese nervios, ni tendones, ni músculos…totalmente laxo.
Bajo del cerro. Tranquilamente. Sin apuro.
Sin tiempo.
Sin tiempo.
Agradezco a Dios por haberme permitido vivir esa experiencia única.
Yo presencie y viví el milagro del cerro.
Y creo en El.
Aun sin ver.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario